martes, 2 de marzo de 2010

LA MUERTE DE MI “COACH”

Hace quince días murió mi coach. Era una mañana fría, la del pasado 17 de enero, y estaba preparándome para afrontar un día pleno de responsabilidades, de poco placer. Cuando vi el nombre de su hijo en mi móvil supe la noticia. Me lo dijo, balbuceamos unas palabras, colgamos y me vinieron las lágrimas a los ojos. En un instante, me invadió su recuerdo y con él también su fuerza. Con las manos, me enjugué las lágrimas y decidí que no iba a llorar, que si en algún momento lloraba era por mi cansancio, por la sensación de no haberme llegado el tiempo para haberla abrazado una vez más. Ella nunca hubiera querido que llorara, ella siempre quería que fuéramos felices, que le sacáramos el mayor partido a la vida. La suya fue un ejemplo de valor, inteligencia, aprendizaje, experiencia, conocimiento y, sobre todo, entrega… Ella hizo de su vida y de su muerte, por lo que me contó su familia de su último mes, una obra de arte. La conocí en una sobremesa de la primavera de 2001. Yo había cumplido 40 años el verano anterior, mi matrimonio hacía aguas, mi hija comenzaba a dejar la niñez y mi carrera profesional volvía a ocupar un lugar importante en mi vida. Me la presentó mi marido, era la adjunta a su directora. Fue una sobremesa que siguió con otro café entre ella y yo, a solas. Sin saber por qué, me vi contándole mi vida, gesto al que ella respondió con un órdago aún mayor. Desde ese instante hasta que se declaró con voz aguda su enfermedad, tuve la inmensa fortuna de tenerla a mi lado, por épocas mucho, otras menos, pero siempre ahí. Con ella transité los difíciles días del divorcio, la apuesta cien por cien por mi desarrollo profesional y la guía en solitario de mi hogar, integrado por mi hija, un perro, un gato y una tortuga, además de unos padres mayores en camino de hacerse dependientes. También juntas celebramos cada éxito después del reto logrado. Su palabra certera, su historia oportuna y fascinante, su mirada confiada, su abrazo cariñoso, su equilibrada crítica social, su risa espontánea, su gusto por la vida plena y sencilla (por el reto coherente) me guiaron en días que parecía nunca iban a pasar, como la separación: “Lola, ¡hace más una gota de miel que un barril de vinagre!”, me aconsejaba durante la negociación de un convenio que nunca imaginé que tendría que negociar. O un año después, cuando fui blanco de la cólera revestida de práctica directiva en la consultora para la que prestaba servicios de comunicación y prensa: “Lola, ¡los problemas de dinero no son problemas! En mi vida de religiosa aprendí algo muy importante: a la hora de rezar se reza, a la hora de limpiar se limpia, a la hora de llorar se llora y a la hora de estar se está, con toda tu presencia”, me dijo en una ocasión en que estaba confundiendo la tarea y el momento. ¡Cuánto me han valido y valen sus consejos! Su palabra nunca llegaba desangelada, impositiva, antes o después, según se tratara, solía contarme alguna parte de su biografía. Y su vida fue apasionante: niña en la postguerra, monja y maestra, madre soltera con lo que eso significaba durante la dictadura, trabajadora y profesional, luchadora por su vida y la de su hijo hasta la realización… Al final de sus días, lo tuvo todo: un camino hecho, una familia y amigos que se desvivían por su bienestar y una tranquilidad y paz que todos quisiéramos, aunque sólo fuera en día de domingo. Murió en su casa, en su cama, rodeada de su hijo y su nuera, de sus hermanos pequeños a los que ella cuidó cuando eran niños, como hermana mayor que fue de ocho hermanos. Sin saberlo, fue coach, guía, de muchas personas, sobre todo mujeres, por su faceta de maestra, algunas de ellas hoy altos cargos. De su vida y su ejemplo, siempre llevaré conmigo su capacidad de aprendizaje (a sus 69 años manejaba el correo electrónico e Internet, así como su móvil, con más que soltura), su servicio, su lealtad, su entrega, su saber estar y equilibrio, y, por supuesto, su
alegría impresa en su despierta mirada .
Lola Salado, responsable de prensa de Eurotalent

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