miércoles, 3 de marzo de 2010

EL DÍA QUE ENTRAMOS EN EL SIGLO XXI. LECCIONES DEL 11-S PARA LAS EMPRESAS ESPAÑOLAS

El 11 de Septiembre de 2001, con el atentado terrorista sobre las Torres Gemelas, comenzó el siglo XXI. De aquella masacre y sus consecuencias podemos extraer valiosas enseñanzas para nosotros y nuestras organizaciones.
Probablemente, las más importantes tienen que ver con el propósito de las compañías. ¿Para qué sirven las empresas? ¿Para qué han sido creadas? La mayor parte respondería: “para ganar dinero”. Tenemos metido en nuestro disco duro las tesis del ultracapitalista Milton Friedman (1912-2006), Premio Nóbel de 1976, que en 1970 escribió en la revista de The New York Times: “La Responsabilidad social de los negocios consiste en incrementar sus beneficios”. Y añadió: “(Todos aquellos que creen que los negocios han de tener una “conciencia social”) predican el socialismo puro y sin adulterar. Los hombres de negocios que dicen esto son las marionetas de las fuerzas intelectuales que han estado minando las bases de una sociedad libre durante décadas”.
No es del todo cierto. Las empresas no están para maximizar el beneficio, sino para sobrevivir. Es una cuestión de supervivencia, y de eso sabe mucho William Rodríguez, el ultimo superviviente del 11-S. Es una cuestión de supervivencia. Como nos enseñó Reg Revans, el padre del Action Learning, en 1979, “la supervivencia de todo organismo depende de que su tasa de cambio sea igual o superior a la del entorno”. Nuestro entorno cambia a una tasa muy acelerada: la tecnología se duplica cada 18 meses (ley de Moore), los conocimientos se duplican cada 15 meses, la globalización se cuadriplica cada 20 años. En palabras de Villegas Fabián, “la creatividad es un requisito para la supervivencia”.
Con todo, las empresas no lo están haciendo demasiado bien en términos de supervivencia. Según un profundo análisis de Bain & Co. publicado en junio de 2007, el 75% de las empresas se enfrenta a su desaparición en los próximos 10 años. Los datos son alarmantes: la esperanza de vida de las compañías, que en 1982 era de 43 años, ahora es de 14. La rentabilidad media de las empresas, que era del 20% hace 30 años, ahora es la tercera parte. Los consejeros delegados tienen una media de permanencia de 4 años, la mitad que antes. Los ciclos de vida de los productos se han acortado un 70%. Sólo una de cada diez empresas crece de forma sostenible durante 10 o más años. Los inversores, que antes mantenían sus acciones una media de 8 años, ahora sólo 8 meses.
¿Supervivencia? Muy difícil. Será, piensan algunos, porque hemos convertido a buena parte de las compañías en un infierno. El 38% de los trabajadores españoles (7’6 millones de personas) sufren de trastornos psíquicos, y algunos especialistas elevan esa cifra al 58%. Debemos redescubrir en qué consiste la maldad. Según Philip Zimbardo, profesor de Stanford y uno de los grandes psicólogos sociales de nuestro tiempo, “la maldad consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren en nuestro nombre”. La maldad, frecuentemente involuntaria, se manifiesta en nuestra baja productividad y en el sufrimiento de muchos profesionales.
El asunto es que, nos guste o no, todos somos herederos del taylorismo. En su “Organización científica del trabajo” (1911), Taylor propuso cinco principios que siguen vigentes: que la dirección es una ciencia, que el hombre es por naturaleza perezoso, que se trata de medir métodos y tiempos, que hemos de separar a los que piensan de los que ejecutan y compartimentalizar las tareas. Es lo que ocurre en la mayor parte de las organizaciones. Craso error. Es lo que Zimbardo llama “el efecto Lucifer”, el origen de la maldad, que ya desde la Edad Media se define por la codicia (radix malorum est cupiditas), el pecado del lobo, contrapuesto con el amor (Caritas et amor, Deus ibi est).
Philip Zimbardo y otros autores nos enseñan cinco factores para la maldad:
• La Autoridad mal entendida
• La Perversión por el estrés
• La Despersonalización
• La Desesperanza
• Las Prisas La autoridad mal entendida, el primero de los factores, la demostró Stanley Millgram
en Yale con su experimento de obediencia ciega a la autoridad. Se trataba de aplicar descargas a una persona para que memorizara términos. Se preguntó a 40 psiquiatras hasta dónde llegarían los “verdugos” y respondieron que la mayoría abandonaría a los 150 voltios. En realidad, el 66% alcanzó el máximo: 450 voltios. Ese mismo tipo de “sadismo” lo hemos comprobado en el experimento de la cárcel de Stanford de 1971 (unos voluntarios haciendo de carceleros y otros de presos), de Zimbardo, o en las torturas de Abu Gharib. Es la “psicología del encarcelamiento”, que justifica casi todo. Epícteto, en el siglo II d.C., nos advertía: “Cuando alguien actúa contra su voluntad, es como si se hallara en una prisión” y el pensador norteamericano Eric Hoffer, “Cuando el poder se alía con el miedo crónico, se hace formidable”.
El segundo componente es el estrés. Según el cirujano y experto en liderzgo Mario Alonso Puig, “En España, en los últimos diez años se ha multiplicado por cuatro el consumo de ansiolíticos y antidepresivos y cada vez los trastornos psicológicos afectan a personas más jóvenes. Además de afectar a la salud, la presión excesiva y prolongada merma nuestras capacidades intelectuales al afectar no sólo al riego de nuestro cerebro, sino también al dañar centros del sistema nervioso central que son claves en la memoria y el aprendizaje”.
El tercero es la despersonalización, eso de considerar a las personas como “recursos”, como “otros” diferentes a nosotros. “Nuestra capacidad de conectar y desconectar nuestros principios morales (…) explica por qué la gente puede ser cruel en un momento y compasiva en el siguiente”, nos enseña Albert Bandura, otro de los padres de la psicología social. Nos deshumanizamos cuando peleamos unos contra otros, sea en una guerra o en una fusión empresarial.
El cuarto componente es la “enfermedad de la desesperanza”, ampliamente estudiado por el Dr.William Mayer en la guerra de Corea, donde se dio un 38% de suicidios entre los soldados americanos. Las causas: delatarse unos a otros, la autocrítica mal entendida, romper la lealtad hacia los líderes y la ausencia de cualquier apoyo emocional positivo.
Y finalmente, las prisas, que acaban con los valores. Como demostraron Darley y Batson en 1973, con el experimento de los seminaristas que preparaban una ponencia sobre el buen samaritano, a quienes las prisas les hicieron “olvidarse” de sus principios.
Las personas normales somos muy capaces de hacer cosas terribles según el contexto. El periodista Terry McDermott escribió Perfect soldiers, sobre la personalidad de los terroristas del 11 S. “Sustituye las características de “genios malvados” y “fanáticos con los ojos desorbitados” por unos retratos de los autores del 11-S que los muestran como personas sorprendentemente normales, que podrían ser vecinos nuestros o sentarse a nuestro lado en el avión”, cuenta sobre el libro Michiko Katutani en The New York Times.
Hemos banalizado la maldad. Asunción, Paraguay; 1 de agosto de 2004. Se declara un incendio en el supermercado Ycuá Bolaños. El dueño y los gerentes deciden cerrar las puertas del local para evitar el pillaje. El resultado: 423 fallecidos, 172 de ellos menores de 16 años. El suceso dejó de ser noticia a los tres días.
¿Y cuál es el papel de la Dirección de Recursos Humanos? Muchas veces el silencio. “A lo largo de la historia, la pasividad de quienes podían haber actuado, la indiferencia de quienes deberían haber tenido más conciencia, el silencio de la voz de la justicia cuando más importancia tenía: eso es lo que ha hecho posible que el mal triunfara”, llegó a decir Haile Selassie, el último emperador de Etiopía. Y Martin Luther King era más contundente: “Debemos saber que aceptar pasivamente un sistema injusto es cooperar con ese sistema y, de ese modo, tener parte en su maldad”.
Afortunadamente, hay Esperanza. Volviendo a Zimbardo: “La Persona es un actor en el escenario de la vida cuya libertad a la hora de actuar se funda en su modo de ser personal, en sus características genéticas, biológicas, físicas y psicológicas. La Situación es el contexto conductual que, mediante sus recompensas y sus funciones normativas, tiene el poder de otorgar identidad y significado a los roles y al estatus del actor. El Sistema está formado por los agentes y las agencias que por medio de su ideología, sus valores y su poder crean situaciones y dictan los roles y las conductas de los actores en su esfera de influencia”.
Para resistir influencias no deseadas, nos propone:
• Reconocer nuestros errores
• Estar atento a los detalles básicos
• Asumir la responsabilidad de nuestras propias decisiones
• Afirmar nuestra identidad personal
• Respetar la autoridad justa y rebelarse contra la injusta• Desear ser aceptado, pero valorar la independencia
• Estar atento a cómo se enmarcar o formulan las cuestiones
• Equilibrar la perspectiva de tiempo (sin prisas)
• No sacrificar libertades personales o civiles por la ilusión de seguridad
• Ser capaz de oponernos a sistemas injustos Es el caso de William Rodríguez, todo un héroe. Los héroes son, para Hughes Hallet,
…“la expresión de un espíritu grandioso. Está asociado al coraje y la integridad, y también al desdén por los compromisos que encorsetan la manera de vivir de la mayoría no heróica (…) unos atributos que en general se tienen por nobles (…) Los héroes son capaces de hacer algo memorable, que nadie más es capaz de hacer”. “El heroísmo sustenta los ideales de la comunidad, actúa como guía y ofrece un modelo ejemplar de conducta psicosocial”.
La maldad ya está banalizada. Ahora debemos “banalizar” a los héroes. Gente normal, con principios. Para ser un héroe,
• Personalizar (Humanidad)
• Autoridad como Servicio
• Integración, no confrontación
• Cooperación horizontal
• Ética en lugar de atajos Se trata de sobrevivir. En palabras de Bill George, Consejero Delegado de Medtronic,
que en 18 años multiplicó por 150 el valor de la acción, “Contrariamente a lo que los defensores de maximizar el valor de la acción nos quieren hacer creer, el secreto mejor guardado de los negocios es que las empresas dirigidas por una misión crean mucho más valor para el accionista que las dirigidas estrictamente en términos financieros”. Así de simple, así de poderoso.
Porque, como nos enseñó Alexander Solzhenitsyn, que sufrió el Gulag, “La línea que divide el bien del mal atraviesa el corazón de cada ser humano. Y ¿quién quiere destruir una parte de su propio corazón?”.
William Rodríguez y Juan Carlos Cubeiro, director de Eurotalent

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