lunes, 1 de marzo de 2010

CAPACIDAD DE ILUSIONAR

De las tres grandes cualidades de todo ejecutivo (anticipación hacia el futuro, gestión de recursos, motivación del equipo), ésta última suele ser la asignatura pendiente de la mayor parte de nosotros. Prefiero llamarla “capacidad de ilusionar” porque, en realidad, nadie motiva a nadie: la motivación, la emoción, el movimiento, ocurre siempre desde el interior hacia el exterior de cada una de las personas. Toda motivación es automotivación. Ilusionar, generar ilusión. Me parece particularmente elocuente la segunda acepción del Diccionario de la Real Academia Española, que define la ilusión como “esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”. En consecuencia, la ilusión se compone de tres ingredientes. El primero de ellos es la esperanza. Los humanos somos seres necesitados de proyecto para nuestra supervivencia física y anímica (como demostró el doctor Víctor Frankl tras su sufrimiento en Auschwitz), y por supuesto para dar lo mejor de nosotros mismos. Por ello, en “la Divina Comedia” Dante sitúa en la entrada del infierno el lema “abandonad toda esperanza”. Y Samuel Johnson nos enseñó que “donde la esperanza no existe, no puede existir el esfuerzo”. Hemos de definir, detallar, clarificar, explicar la esperanza. La utopía (el no-lugar) es extremadamente útil, porque nos sirve como horizonte, como meta, como ideal, para seguir avanzando hacia ella. Citando a Jorge Wagensberg, “una utopía es para tensar, desde el futuro, un presente amarrado a su pasado”. La esperanza conecta, sin duda, con la capacidad de anticiparse (más del 70% de los directivos fracasa por falta de visión estratégica). Todo ejecutivo eficaz ha de dedicar tiempo y esfuerzo a diseñar y comunicar insistentemente esa esperanza, a convertirla en un magnífico reto, a hacerla visible, con toda su carga emocional positiva. El segundo gran componente para generar ilusión es el de cumplimiento. Cumplimiento de las promesas, de la palabra dada. Credibilidad, honestidad. Ser un buen gestor es condición necesaria, imprescindible, pero no suficiente. Se requiere ser íntegro, coherente, mostrar con los hechos más allá del discurso. Para dirigir, uno debe dirigirse según valores reconocidos. En palabras de Ralph Waldo Emerson, “lo que haces habla tan alto que no puedo escuchar lo que dices”. Un ejecutivo sin trayectoria, sin experiencia, sin evidencias de logro, o lo que es peor, que no practica lo que predica, que se mueve a bandazos, difícilmente podrá generar ilusión en quienes le rodean. Lo más probable es que, consciente o inconscientemente, sea un demagogo, generador de una ilusión fugaz e inconsistente. Finalmente, para generar ilusión es imprescindible la atractividad. Los griegos la llamaron carisma, el don de funcionar como un imán. Nos atrae de los mejores ejecutivos la seguridad en sí mismos (autoconfianza, que no arrogancia), su capacidad de escuchar con atención y de entender al otro, de obtener resultados de forma consistente, de mantener la calma en situaciones estresantes, de influir sin imponer. Su inteligencia emocional, en suma, que es el 90% del Liderazgo. Conozco a multitud de ejecutivos humildes, honestos y coherentes, con las ideas muy claras, que tienden a creer que los conceptos “se venden solos”, que para que los profesionales de una organización o los ciudadanos de una comunidad autónoma se sientan implicados y comprometidos bastan los buenos resultados o un buen proyecto estratégico. Craso error, que suele generar en ellos frustración. Sin participación no hay compromiso. Por suerte o por desgracia, “el buen paño en el arca no se vende”. Los ejecutivos que deseen ilusionar a los suyos han de hacerse visibles, cercanos, comprensibles… han de esforzarse en la didáctica equipo a equipo (empezando por sus colaboradores directos) y persona a persona. Estamos en la “economía de la atención” y a todos nosotros nos bombardean infinidad de informaciones, más o menos reales, de manera que es extremadamente difícil separar el grano de la paja. La ecuación del auténtico carisma (que podemos reconocer en líderes como Lincoln, Gandhi, Luther King o Mandela) es, paradójicamente, “humildad más visibilidad”. Para ilusionar a los demás hemos de conseguir lanzar estímulos convenientes. Investigadores como David Freemantle (autor de El factor estímulo) consideran que hay hasta diecisiete tipos de estímulos y han cuantificado su importancia en muestras representativas. Los más poderosos, con casi un 20% del total, están vinculados a una aspiración, un ideal. Perseguir un ideal a título personal (seña de identidad de nuestra tradición humanística, desde el Mío Cid y Don Quijote hasta Salvador de Madariaga), fomentar un ideal en los demás, desde la credibilidad y la inteligencia emocional, es clave para ilusionar positivamente. Cinco grupos de estímulos superan el 5%: los valores personales (12’9%), el altruismo (11’5%), las pasiones y deseos (11’3%), la comunidad y el equipo (8’5%), los principios y creencias (5’3%). Son emocionales y espirituales, transcendentes. Ocho factores se sitúan en el 1-5%: el aprendizaje (4’8%), la inspiración artística (4’7%), la retribución (4’3%), el cambio (4’1%), la capacidad de elegir (3’8%), la diversión (3’3%), el sonido, luz, temperatura (3’2%) y la curiosidad (1’8%). Y tres grupos de estímulos impactan en menos del 1%: las motivaciones básicas (comida, salud, etc.), las órdenes y, sobre todo, el más efímero y el menos poderoso, aunque desgraciadamente el más frecuente, que es el miedo. El miedo nos insignifica, nos insulta, nos humilla, nos encarcela. En palabras de Kavafis: “no temo nada, no espero nada; soy libre”. En todo tipo de comunidades humanas deberíamos aplicar el gran principio de la calidad de Deming: “Desterrad el miedo”.
La motivación, la emoción, el movimiento, ocurre siempre desde el interior hacia el exterior de cada una de las personas. Toda motivación es automotivación.

Juan Carlos Cubeiro, director de Eurotalent Publicado en elEconomista el 2 de septiembre de 2006

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