martes, 2 de marzo de 2010

LIDERAZGO EN EL CAMBIO

Estamos en pleno cambio de ciclo histórico, si bien la intensidad del día a día nos dificulta comprender realmente qué es lo que está pasando. Uno de los libros más interesantes que he leído recientemente es el último de José Manuel Otero Novas, (Vigo, 1940), titulado El retorno de los césares. Tendencias de un futuro próximo e inquietante. Otero Novas, que fue Ministro de la Presidencia y Ministro de Educación con Adolfo Suárez, es actualmente Presidente del Instituto de Estudios de la Democracia de la Universidad San Pablo CEU. Un hombre sabio, uno de los padres de nuestra democracia, que revisa con perspectiva y rigor la historia de Occidente y más concretamente la de nuestro país. Probablemente lo peor del libro sea su título, que hace pensar en la vuelta de los fascismos a Europa más que en la inevitabilidad de los ciclos, que es realmente de lo que se ocupa con enorme calado. José Manuel Otero Novas ha llegado a la conclusión de “que, muy probablemente, estamos finalizando una de las periódicas fases “apolíneas” de la Cultura Occidental – que en su vertiente positiva significa serenidad, igualdad, racionalismo, democracia, tolerancia, armonía…–; y por ello concluye que nos encontramos próximos a la también resonante fase dionisiaca –que en lo favorable resalta esfuerzo, mérito, ideales, exigencia, sacrificio, entusiasmo…–. A poco que pensemos sobre ello, es así. Apolínea es la concepción del mundo como un todo ordenado, racional, luminoso. Los griegos conectaban esta visión de la realidad con el dios Apolo. El dios de la juventud, la belleza, la poesía y las artes en general. Pero, según Nietzsche, expresaba para ellos mucho más, un modo de estar ante el mundo: era el dios de la luz, la claridad y la armonía, frente al mundo de las fuerzas primarias e instintivas. Representaba también la individuación, el equilibrio, la medida y la forma, la racionalidad. Para la interpretación tradicional toda la cultura griega era apolínea. Dionisiaca (en alusión al dios griego Dionisos –Baco para los romanos–, el dios de la vida vegetal y del vino, de las fiestas báquicas presididas por el exceso, la embriaguez, la música y la pasión; pero, según Nietzsche, con este dios representaban también el mundo de la confusión, la deformidad, el caos, la noche, el mundo instintivo, la disolución de la individualidad, la irracionalidad), es la concepción típica del mundo griego anterior a la aparición de la filosofía. Representa el “espíritu de la tierra” o valores característicos de la vida. Nietzsche hace una interpretación de Dionisios que va más allá de su significado habitual, considerando que con esta figura mítica los griegos representaban una dimensión fundamental de la existencia, que expresaron en la tragedia y que quedó posteriormente relegada en la cultura occidental: la vida en sus aspectos oscuros, instintivos, irracionales, biológicos. Aunque Nietzsche explica este término en su obra juvenil “El nacimiento de la tragedia”, nunca lo abandonó, y ha quedado para la posterior como metáfora de lo que más tarde se ha llamado la “voluntad de poder”. A lo largo de la Historia se han repetido los ciclos apolíneo y dionisiaco: en Grecia, la era de Pericles (apolínea) y la exaltación dionisiaca de Filipo de Macedonia y Alejandro Magno; en Roma, la República (apolínea) y el Imperio (dionisiaco); en la Edad Media se suceden los bárbaros (dionisiaco), la escolástica (apolíneo); el Renacimiento, apolíneo en el XIV-XV con reacciones dionisiacas en el XVI. El Quijote es un cambio de fase hacia lo apolíneo, que se consolida en el XVIII; nuevo periodo dionisiaco en el Romanticismo y el Liberalismo; vuelve lo apolíneo (racionalismo, positivismo) en la segunda mitad del XIX; Nietzsche promueve una nueva era dionisiaca, que culmina en la belle epoque, el vitalismo y la década de los 30 (dictaduras, totalitarismos); tras 1945, de vuelta a lo apolíneo; y ahora, cambio de ciclo hacia lo dionisiaco. Resulta muy interesante comprobar cuáles son los pensadores que más “se llevan” ahora: Aristóteles (“coach” de Alejandro Magno), cuyo concepto de felicidad (el reto, la eudaimonia) es el más apreciado en estos momentos; Séneca (en la transición de la república al Imperio Romano), cuya filosofía estoica lidera nuestro concepto de serenidad y resiliencia (el filósofo Tom Morris, autor de “Si Aristóteles dirigiera la General Motors” y “Si Harry Potter d irigiera General Electric”, ha escrito también “El modo estoico de vivir”); San Tomás de Aquino; Cervantes y su Quijote, por supuesto (el sueño de ideales al final de una etapa apolínea; Baruch Spinoza (favorito del neurólogo Antonio Damasio, autor de “El error de Descartes”; José Antonio Marina nos recuerda en un artículo muy reciente una frase del filósofo holandés: “Cuando el ser humano siente que es capaz de hacer algo, se alegra”); Nietzsche, sin duda (“Todo placer quiere eternidad”, escribe en Así habló Zaratustra). Actualmente, pensadores como Michel Onfray, cuyas obras superan en Francia los 200.000 ejemplares. En su último libro, “La fuerza de existir. Manifiesto hedonista”, Onfray propone una heurística de la audacia frente a la “heurística del miedo”. Otero Novas demuestra en la obra citada que España ha vivido respecto a los ciclos apolíneo y dionisiaco un camino paralelo el ritmo de Occidente. Al final del siglo XX, nuestro país se encontraba en fase apolínea: muy alto nivel de tolerancia, espíritu igualitario, conveniencia de la democracia, necesidad de la paz… y también aspectos negativos: objetivos políticos de corte hedonista (“el bienestar de los ciudadanos”), corrupción, todo vale, hundimiento de los ideales… Tras una etapa de Yin (pasividad), una de Yang (dinamismo). Es típico, siempre según Otero Novas, del fin de una etapa apolínea la crisis de autoridad, la desobediencia, el hastío y aburrimiento, la profesionalización política, la búsqueda del populismo, la confusión y la indiferenciación… Pensemos en las películas finalistas en los Oscar de este año: representan el tedio (“Expiación”), la corrupción (“Michael Clayton”), la ambición desmedida (“Pozos de ambición”), el sarcasmo (“Juno”) o la violencia (“No es país para viejos”). ¿Se nos ocurre algún actor más dionisiaco que Javier Bardem? Entre los elementos dionisiacos emergentes, el hambre de valores o lo liberal- globalizador, como podemos ver en Nicolás Sarkozy, en Barck Obama o en McCain. Creo que Otero Novas acierta plenamente en el diagnóstico. Sin embargo, en un capítulo llamado “lo venidero”, el ex ministro de UCD alerta de que la próxima ola puede llevarnos a resultados similares a los años treinta del siglo pasado. Es “el Cesarismo como una de las tendencias propias de la fase dionisiaca”. Ahí es donde discrepo en cierto modo con el ex ministro. De hecho, me temo que en este caso se cumple la primera ley de Arthur C. Clarke (el escritor de ciencia-ficción): “Cuando un científico distinguido, aunque ya mayor, afirma que algo es posible, seguramente tiene razón. Cuando afirma que algo es imposible, seguramente se equivoca”. José Manuel Otero Novas es un grandísimo científico social, mas yerra (en mi modesta opinión) al suponer que el futuro es una prolongación del presente. Creo que en esta nueva etapa se impondrá un cerebro mucho más empático, con mucha menor inclinación a la violencia, más comunicativo, mucho más emotivo, sin testosterona. Estoy plenamente convencido de que la feminización del talento y del liderazgo nos librará del retorno a los césares y nos introducirá en una fase dionisiaca apasionante. En el mundo de la empresa, es la transformación de compañías tayloristas (100% apolíneas) a entornos leonardescos, en los que se fomenta la curiosidad, la vocación, el aprendizaje, la iniciativa, el dinamismo, la maestría, la reputación o el legado. Me gusta el estilo de Liderazgo (así, con mayúsculas) de Laura González-Molero, de Ana Patricia Botín, de Rosa María García, de Amparo Moraleda, de Patricia Abril, de Marieta del Rivero, de Ana María Llopis, de Elena Gil, de Belén Garijo, de María Dolores Dancausa, de Susana Rodríguez Vidarte, de Rosa Heredero, de María Benjumea, de Carlota Mateos, de María Eugenia Girón, de Inmaculada Álvarez, de Eva Castillo, de Inma Shara, de Ángeles González-Sinde, de Susana Grisso… y de muchos directivos con la serenidad, vocación de servicio, capacidad de inspirar y autoridad moral suficientes como para no ir de machos alfa por la vida. Bienvenido sea este cambio de ciclo, que requiere de mayor esperanza, de ideales y de mucha valentía. El joven poeta Alberto Santamaría (Torrelavega, Cantabria, 1976) lo expresa así en “He aquí la mentira”, dentro de su obra “Notas de verano sobre ficciones de invierno” (III Premio Vicente Núñez): Eres fábula en la boca de la vergüenza y de la esperanza, pan que envenena las huellas de tus padres. El tiempo –ese otro tiempo que no cabe en las agujas o en la arena, en el pálido letrero de las farmacias– deposita en ti el aroma suave de las raíces, otros cuerpos, el sudor nuevo de la edad y del hombre.
Juan Carlos Cubeiro, Director de Eurotalent Publicado en la Revista Executive Excellence de febrero de 2008
NO PODRÁ RESUCITAR YA EL TAYLORISMO

El año ha comenzado con claros signos de desaceleración económica (subida de precios, mayor desempleo, encarecimiento de las hipotecas, reducción del consumo, caída de valores bursátiles) y, ante esta situación, muchos jefes de la vieja escuela están desempolvando sus ideas tayloristas. 'Hay crisis', repiten, 'y por tanto vamos a dejar durante un tiempo de invertir en talento, en innovación, en trabajo en equipo, en desarrollo, en responsabilidad social, en liderazgo, en todas esas cosas tan bonitas, y vamos a dedicarnos a trabajar duro'. Cuando escampe, sienten esta clase de directivos, ya volverán a lo 'moderno'. Es la amenaza taylorista, que regresa con fuerza, si es que se ha ido del todo alguna vez. El taylorismo es una forma de concebir la empresa que debe su nombre al ingeniero Frederick Winslow Taylor (1856-1915), autor de Los principios del management científico (1911). En su adolescencia comenzó a perder la vista y, al ser de complexión débil, se dedicó a observar y tomar nota de los tiempos y rendimientos de los demás. Fue un observador, no un protagonista. Su organización científica del trabajo se basa en cinco premisas: cientifismo (la dirección es una ciencia), desconfianza (el hombre es perezoso por naturaleza), cuantificación (deben medirse tiempos y movimientos de los trabajadores), separación (dividir las tareas entre los que piensan y los que ejecutan) y especialización (porque el trabajador gana en destreza haciendo lo mismo todos los días). Este método obtuvo un gran éxito, que se sintetiza en aquella frase de Henry Ford: '¿por qué cuando pido dos brazos me traen también una cabeza?'. Las cosas han cambiado radicalmente. El desarrollo de la tecnología, la globalización de los mercados, la exigencia de los clientes, la necesidad de innovar y la preocupación por el medio ambiente han convertido el taylorismo en algo obsoleto. En los años ochenta pasamos de la búsqueda de la absoluta eficiencia, que preconizaba Taylor, a ir en busca de la excelencia, siguiendo los modelos de calidad y mejora continua de los japoneses. Los herederos de Berkeley y Woodstock se hicieron emprendedores en el Silicon Valley o en Seattle. Hoy sabemos que la dirección es ética y arte además de ciencia, que la confianza es muy valiosa, que la cooperación es clave y que la estrategia es vital en situaciones inciertas, más allá de la medición y la rutina. La alienación puede ser muy eficiente, pero el compromiso es mucho más eficaz. En entornos en los que el talento es más escaso que el capital (y eso no va a cambiar por las dificultades económicas), volver a las prácticas de Taylor es francamente suicida. Más aún en nuestro país. Hemos crecido enormemente y somos la admiración del resto del mundo. Sin embargo, sufrimos un serio problema de productividad, consecuencia de nuestra baja calidad directiva (la octava economía del mundo, camino de adelantar a Francia en renta per cápita, es la número 26 en este apartado según el Foro Económico de Davos). La mayor parte de nuestros directivos suspenden en orientación al equipo, en reconocer lo que sus colaboradores hacen bien, en escuchar con atención, en pedir y valorar sugerencias, en crear un clima de satisfacción, rendimiento y desarrollo, en comunicar con claridad, en respeto por los demás, en dar las gracias y en celebrar los éxitos. En invertir en tecnología para aprovechar el talento colectivo. Sólo uno de cada seis fomenta este tipo de liderazgo. El 36%, por el contrario, son 'jefes tóxicos' y provocan absentismo emocional y trastornos psíquicos, que hoy sufren el 38% de los profesionales en España. Lo que ha de cambiar es el modelo. El de CyT (construcción y turismo) está pasando a la historia. El modelo turístico barato, con un penoso nivel de servicio, no puede mantenerse, ya que cada vez menos clientes estarán dispuestos a pagar precios desorbitados por un servicio improvisado de ínfima calidad. Y su hermano gemelo, el modelo depredador de la construcción en la costa y en las ciudades, tres cuartos de lo mismo. En situaciones críticas, no deberíamos olvidar lo importante, aunque la contabilidad tradicional no recoja adecuadamente el valor de los intangibles (que son más del 85% del total de una compañía) y el coste de oportunidad de no hacer bien las cosas. En momentos difíciles, las empresas deben invertir en lo más rentable. Primero, en generar un clima laboral adecuado, que supone entre el 30% y el 40% de los resultados de un negocio ('quemar' a la gente, además de éticamente reprobable, es un dispendio que nadie se puede permitir). Segundo, en fomentar una estrategia ilusionante y una cultura de innovación, donde se propongan sugerencias, nuevas ideas y proyectos. Tercero, en atraer y fidelizar el talento e impulsar los equipos, que es lo que realmente marca la diferencia. Cuarto, en desarrollar el auténtico liderazgo, pues es absolutamente esencial para la supervivencia y el crecimiento de la organización. Y, por último, en tecnologías de información y comunicaciones para ser competitivos. Se trata de crear entornos leonardescos, que apuesten por la curiosidad, la vocación, el aprendizaje, la iniciativa, el dinamismo, la maestría, la reputación o el legado. Lugares de enorme energía e innovación. Lo siento por las 'víctimas del taylorismo'. En términos prácticos, el taylorismo debería estar muerto y ninguna crisis lo va a resucitar.
Juan Carlos Cubeiro, Director de eurotalent Publicado en Cinco Días, 16 de febrero de 2008

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